viernes, 13 de noviembre de 2009

Capítulo XV: Epístola IV a Felicita

Felicita:


Han pasado varios meses ya desde nuestra última carta. Acá el otoño se nos viene encima como un bólido de fuego casi por extinguirse. El frío de la mañana es proporcional al calor de las tardes, razón por la cual en la mañana soy un rollo mal hecho de ropas atosigadas y al mediodía soy un patético espectáculo de striptease ambulante que no cumple su fin. No sé qué buenas nuevas (o sencillamente nuevas) tenga desde que te fuiste. No sé si querrás leerlas o si las llegaras a leer. Mis pulmones han decidido unirse al paro nacional allá en la isla y así están: trabajan un par de meses, y un buen día deciden adoptar la vía de la desobediencia civil. Yo, que me hallo sin fuerza policíaca con que suprimirlos, quedo a la entera benevolencia de los galenos locales, el té y la medicina occidental. Entre tanto y a lo lejos, me dan un respiro.


Pensaba hace poco en aquella larga conversación que tuvimos acerca del lugar del arte y el estudio del mismo en la sociedad que nos ha tocado existir. No tengo una respuesta clara todavía. Me parece que estoy volviéndome un poco más retrógrada de lo que pensaba y quería. La idea que trataba de elucidar era la siguiente. ¿Qué sentido tiene que en un mundo como el que estamos viviendo el hecho de que alguien como yo, que no hago más que enseñar dos veces al día tres días a la semana, gane la misma cantidad de dinero (o más, horror) que una persona que vuela y a su cargo tiene la vida de todos los que vuelan con él? ¿Qué sentido tiene ganarse la vida hablando de autores que solo un grupo reducido de personas lee, exponiéndolo a través de graciosos artificios lingüísticos y pasándolos por altas teorías pseudo-científicas que carecen de valor intrínseco alguno? Vamos, que le meta las cabras a la gente, como entenderás. Lo que quise decirte aquel día antes de que no te despidieras es que vivimos en un mundo descarado e insolente cuando permitimos que alguien cuyo trabajo consiste en estudiar el arte sea remunerado (de la manera que sea) más que alguien que tiene un impacto directo y palpable en el desarrollo y la seguridad del bien común, incluidos los que hacen arte.


Tú podrás argumentar, para mi consuelo inmediato, que el lugar del arte no es el de producir un capital concreto sino (escudándote en el francesito) el de producir un capital abstracto que no podemos tocar. Pero aún así, ¿de qué sirve ese “capital” que no se ve ni se toca? Prestigio, fama, respeto... Son palabras que se dicen mucho pero significan poco, y mucho más en los círculos en los cuales nos movemos. Tu segundo argumento será (adivino) que el arte nos sirve como paliativo a las soledades de estar vivo. Que el arte nos acompaña cuando nos sentimos solos, nos hace sentir alegres cuando estamos tristes y viceversa. Lo concedo. Esto lo puedo entender sin problemas, pero el mismo argumento señala un problema mayor: el desfase entre esa función del arte y su estudio, ya mencionado, de raigambre más teórico-histórica, con muy poco de emotivo, cuando no sea para causar risa. Piensa en lo que se escribe y se publica. Un estudio acerca de la influencia de Llull en los poetas contemporáneos catalanes. ¿quién lee eso? Tres personas, a lo sumo. ¿Qué efecto tiene esto en la vida de los demás miembros de la comunidad (imaginada o no) a tu alrededor? Ninguno que no sea el alardear tu intelectualidad y el levantar de copitas de vinito. No en balde hace muchos años nos sacaron a todos de la república. A veces pienso que a algunos nunca nos debieron permitir el regreso.


En cuanto a tu pregunta en la última carta, no sé. Supongo que en algún momento sucedería y no de otra manera. Es difícil distinguir entre el miedo y el miedo que deberíamos tener. Por un lado, cada día aumenta la cifra de muertos por la bendita influenza esa. Por el otro, no sé hasta qué punto estén distinguiendo quién muere de qué si ni siquiera hacen ya pruebas para saber qué tienes. Una cosa puedo decirte (retrotrae esto a nuestro intercambio sobre política): cada día entiendo más por qué mucha gente se refugia ciegamente en, y otros coqueteamos con, el socialismo. En los pasados días ha salido a la luz que la aristocracia del capital ha recibido (primero que gran parte de la población) la vacuna contra la dichosa pandemia. Esto quiere decir que en algún lugar una mujer embarazada o un niño con problemas pulmonares está en peligro de contagiarse y sin posibilidades de recibir una vacuna pronto, mientras que una de estas pirañas ya probablemente goza de la salud mental que brinda un sueño sin preocupaciones mientras se regodea en una cama que probablemente cuesta más que lo que gana la madre embarazada en un mes. Con razón se desajustan algunos y entran a los lugares acribillando a mansalva todo lo que se encuentre a su paso bajo la imperiosa furia de la frustración ante un mundo que permite cosas como éstas. Con razón hay socialistas de discoteca. No es que las izquierdas esté ganando una batalla ideológica, sino que la derecha ya no es capaz de ocultar su rostro. La idea no es mía: se la robo a alguien cuyo nombre no recuerdo. En teoría, la producción de la riqueza se suponía redundara (y me repito, lo sé) en el bien común. Aquí se ha convertido en la panacea de todos los males.


Mis estudiantes me apabullaron hoy con preguntas acerca del vocabulario amoroso en mi lengua nativa, razón por la cual fue una clase muy divertida. Muy triste también. Creo que la reducida oferta de tal vocabulario en su idioma en comparación con la ridícula cantidad en el nuestro los dejó pensando que somos una raza de amantes por segundo en constante ebullición. No me preocupa: puede que no esté muy lejos de la “realidad”.


Regresa pronto, el invierno se nos cae encima.


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