viernes, 22 de mayo de 2009

Capítulo II: De la Ciudad Indiana y otros eventos similares.

La chica de los apartamentos me mira mientras un niño inspecciona el closet. I am probably going to come again tomorrow at 1 to show your apartment. Yo le contesto que no hay problema, que no estaré aquí. Que mañana en la mañana salgo para hacer el camino desde el Pueblito hasta la gradilociosa Ciudad Indiana y buscar a un mítico Alejandro que, dicen, es mi hermano. Bueno, lo dicen mis padres, mis abuelos, primos, amigos… Vergonzosos álbumes en los que hay fotos de dos niños vestidos con la misma ropa… Presumo que lo que dicen es verdad. No tengo pruebas de lo contrario y no las quiero tener. La chica de los apartamentos, antes de que yo termine, se ha ido a hablar con el niño.

El autobús salió, como siempre, a las 10:40 de la mañana. Como siempre, lo perdí. El próximo autobús salió, como siempre, a las 12:40 del mediodía. Mi reproductor de música lleva inscrito en una chapa de metal Dami basia mile bajo una manzana. Lo miro y pienso a la italiana. Luego pienso en Auerbach y en los padres de la iglesia. (Lo sé. No sé.) Me pregunto si, así como para Tertuliano Josué era la prefiguración de un mesías, este trayecto será la prefiguración de algún viaje futuro. Pienso demasiado así que subo el volumen. Eres la capital del peor país del mundo... El autobús frena de golpe, las gomas chillan por varios segundos y todo comienza a dar vueltas. Y el rayo cae, y hace mal… Despierto y he llegado.

La ciudad Indiana sería más interesante si no existiera. La Gringa me había contado tantas veces (más de las que hubiera querido) que esa ciudad es la de los raros peinados viejos. Que ella nunca salía de sus cuatro paredes porque cada salida a era la entrada a una dimensión paralela en la cual comer solo es un acto incomprensible. Yo debí haberle leído atentamente, pero los lazos fraternales son mucho más fuertes. A las 5 de la tarde buscábamos Alejandro y yo un café dónde sentarnos a hablar junto a su compañera de trabajo y el amigo de esta. Todos en la ciudad Indiana por razones diversas. El único lugar que pudimos hallar era una buena idea mal ejecutada. No recuerdo (ni quiero) el nombre del lugar. Basta escribir que el concepto es sencillo: café y dulces, rodeado de la mayor cantidad de juegos de mesa que he visto en años. Guess Who, Battleship, Operation… podría ser peor. ¿Podría? Luego de explicar unas 4 veces la mecánica detrás de dos cafés, un chocolate (con leche) y un pedazo de bizcocho de chocolate, el señor del lugar nos hace una oferta envidiable: So guys, do you want to go downstairs with me? Un Indiano de unos 65 años, calvo y usando tirantes nos invita a ir downstairs con él. Cualquier persona escucharía con alarma y jamás aceptaría. Nosotros no somos cualquier persona: vivimos al borde del abismo día a día hasta en las más burdas situaciones: inhalamos y exhalamos adrenalina. El Indiano nos guía a través de tres salones para actividades, a la disposición de cualquiera que quiera usarlo. Al llegar al último casi no podemos ver. Es un cuarto oscuro, lleno de esqueletos, cráneos, dragones y demás motivos similares. This is the dark room. We have this one so kids come and play Dungeons and Dragons. El Indiano nos mira. Nosotros nos miramos y miramos al Indiano. Dos mundos se descubren, solo que uno está profundamente incómodo por la rareza del otro. Uno de los mundos, el incómodo, comienza a retroceder lentamente sin darle la espalda al mundo de los dragones y los tirantes. Do you guys want to go upstairs? El mundo que se extraña sube las escaleras, paga y se marcha preguntándose qué distraído dios creó aquel otro mundo.

La chica de los apartamentos toca la puerta. Hello?! Campus Walk Apartments! Hello?! Antes de que yo pueda tener siquiera la opción de ignorarlo, la chica de los apartamentos mete la llave, gira la perilla y abre la puerta. Hello, I just came to show your apartment. La chica de los apartamentos me mira detenidamente mientras las tres personas detrás de ella entran y comienzan a inspeccionar el apartamento que probablemente será suyo. Sorry for the mess, digo yo. Oh, no you’re good. Sin darse cuenta su vista se ha topado con algo y no puede dejar de mirarlo. Yo, extrañado me miro a los pies a ver si tengo dos calcetines diferentes, pero en el camino me encuentro con mi pantalón desabrochado. La chica de los apartamentos no puede dejar de mirar. No la culpo, yo tampoco podría dejar de mirar si fuera ella. Supongo que ese es el precio que tiene que pagar por venir a mi apartamento (que todavía lo pago) sin previo aviso.

domingo, 3 de mayo de 2009

Capítulo I: De las farmacias y la espera.

Esperar es una prueba de resistencia al estoicismo del cual muchos carecemos. Se podría decir que ya nacemos esperando, si desde antes de llegar hay que detenerse en el vientre de una desconocida 9 meses antes de poder pisar este mundo. Digo pisar, claro está, en sentido figurado porque hay que esperar al menos otros tantos meses más antes de que tus precavidos padres te dejen gatear por primera vez para el gusto de la cámara, la familia, los vecinos y el internet. Nueve meses en el vientre de una desconocida. Supongo que es más tiempo del que muchos pasarán en estas regiones en sus vidas. Deberíamos tener memoria para disfrutarlo más pero claro, al llegar a la novena entrada, ¿alguien quiere acordarse de ese bambinazo?

El punto es que los que venimos de las regiones más trasparentes estamos entrenados para esperar, ya que la primera gateada es el inevitable camino por años perdidos esperando (de pie la mayoría de las veces) en oficinas gubernamentales, centros de cuidado diurno, hospitales, oficinas universitarias, tiendas de comida “rápida”, puteros, iglesias, etc. Esto quiere decir que cuando llegamos a las tierras del norte está uno semanas en completa perplejidad al darse cuenta que en estas tierras no se espera. Claro, como ya sabemos, el tiempo es subjetivo. Para los nativos una hora en la oficina de un doctor es una tortura. Para mí es otro libro o artículo que puedo leer, Creo que por esto cuando tienen que esperar más de cierta cantidad de tiempo pierden toda noción de la realidad y sus actos carecen de razón. Algunos (cuando digo algunos quiero decir todos) sacan sus celulares (es un tic) y comienzan a jugar. En mi imaginación intentan hacer que la culebrita se coma la bolita y crezca más y más cada vez que lo hace. En realidad, la última vez que jugué con un celular fue hace mucho tiempo. Otros no juegan, sino hablan. Muy alto. Tan alto que se puede escuchar lo que dicen y el problema no es escuchar, sino escuchar lo que dicen cuando estás en la farmacia.

Mom! The insurance does not cover it and it still burns like hell! Uno, que está al lado del pobrecito comienza a buscar desesperadamente donde diablos está la botella de Purex. “Fuck! I have to take it everyday, otherwise it makes no sense!” “I took your urine sample twice last week, girl!” La HIPAA es violada a diario, para mi desgracia. Comentarios como este son normales… bueno, comunes, en la farmacia. Lo que no es normal son las preguntas. Esperar más de la cuenta los desajusta, los desorienta. Quizá sea por esto que Sara, que así llamaré porque así la recuerdo, decidió voltearse y saludarme. Sonriéndo, Sara me pregunta cómo estoy. Good: as good as you can be when you are waiting for meds- contesto yo. Lo ideal sería que este capítulo acabara aquí y yo saludara a alguien. Lo ideal, por definición, no existe. Yeah, people get sick a lot when Spring comes- me dice. Mi cerebro está diciéndose que debería voltearme y seguir pretendiendo que estoy leyendo. Sin embargo, algo (ciertamente ningún atributo físico) provoca mi curiosidad.That’s true, it is the change in temperatura- contesto yo en mi inglés macarrónico. Where are you from?­- me dice. Richport, IE born and raised- contesto. Si tuviera un dólar por cada vez que alguien remata mi lugar de procedencia preguntándome qué hago aquí sería millonario, aunque seguiría siendo triste. And what do you have? Sara se me queda mirándo con su sonrisa terrorista. Yo, aterrorizado, solo puedo producir monosílabos: What?! Claro, Sara, voy a contarte por qué estoy un viernes a las 11:45 del mediodía en la farmacia esperando mis medicinas, “Pero si no tienes nada qué ocultar, Ray!” Muy pocas, diría yo, y mis duelos y quebrantos son la mitad. “Ray, probablemente le gustaste” Chévere: no lo necesito. “Ray, pudiste haberle dicho que tenías cáncer, para que no sea tan…” Esta tercera opción (todas han sido verídicas) es la que más me agradó pero nunca llevé acabo. Sara Fergusson!- se escucha a lo lejos. Estoy seguro de que ese no era su apellido. Sara se levanta, me dice hasta luego, sonriendo, y se va. Ahora paso los días caminando tratando de recordar su cara por si alguna vez la encuentro, decirle que ya estoy bien, y que lo que tenía realmente era la influenza porcina… perdón, A (H1N1). Eso le dejaría un recuerdo memorable acerca de la indiscreción.

Desde Indiana saludamos a Sara en la farmacia: hija, la discreción es valiosa y útil. Las farmacias no son redes sociales, sino salas de espera.

Al lector

Ya querrán ustedes que, pensando en el impostor que supuestamente traduce unas cartas mías, y que anda por ahí publicando una supuesta continuación de las Crónicas de la Indiana, lo insulte. Lo sé: querrán que lo tilde de aburrido, monótono, raro y mal poeta; que diga que sus versos parecen más letanías y sus letanías más aforismos: que hasta los botones de mi camisa tienen más brillo que sus poemas. Pero, ¿qué gano en ello?

Yo, Ray Leverkunst, oriundo de Isla del Espanto y maestro de español en mis ratos libres, di aquella crónica a la luz para dar fe de las costumbres y maneras tan extrañas de las poblaciones del norte medio-occidental y rectifico que, aunque ciertas cosas me faltan, no me faltará el tiempo que no tengo para exponerlas. Por el momento no creo en derechos de autor: pido a los lectores que comenten, quiten, rescriban y suplan, etc...